Machico
Era un lugar muy bonito. M. había pasado más de una semana ahí y en verdad que le había gustado. Para ella, se sentía como un lugar donde uno podía estar expuesto a todo tipo de paisajes. A todo tipo de climas. Le gustaban las vistas “dramáticas” del mar junto a la montaña. Le gustaban los kilómetros y kilómetros de levada que guíaban las rutas al caminar. Le gustaban los árboles que habían sabido acomodar sus raíces para hacer frente al fuerte viento que pegaba en lo alto de la montaña, la cotidianidad de las calles en la capital de la isla. Era bonito. En algún punto M. se preguntó si dejar una carta escondida por algún lugar para alguien que le había hablado de la isla antes. Al final sintió, que solo dejaría buenos deseos esperando que cada que esa persona visitara ese lugar, tuviera una especie de buena fortuna.
Ver el mar se la hacía hipnotizante. Y aunque la playa ahí no era tan linda, era agradable recibir la brisa. M. estaba sentada en una especie de barda que hacía barrera al mar y la cual, asumió como asiento para curiosos turistas. La playa era un conjunto de piedras negras en lugar de arena blanca. En esa isla, las playas con arena blanca normalmente era construidas con arena traída de Marruecos, lo cual, les quitaba su completa autenticidad. “Ha sido mágico haber llegado aquí sin un solo talismán”... sonaba en sus audifonos.
Durante el paso de los días en la isla, M. no pudo evitar hacerse algunas preguntas y reflexionar un poco sobre como habían salido las cosas en sus relaciones pasadas. Quizá había faltado valentía para enfrentar las cosas a la cara. Aunque, no se culpaba. “Fuimos como teníamos que ser”, se decía. El tiempo había dado de sí y ya no recordaba las cosas con enojo. Hacía un intento por abrazar con cariño algunos recuerdos y volver ilesa de ellos. Recuerdos como cuando alguien la había seguido al fin del mundo a pesar de no tener dinero, o como cuando recorrieron veinte horas en un autobús para llegar a Yecapixtla. Recuerdos del día que nadaron debajo de la CN Tower mientras C. hacía movimientos acuáticos raros. Aunque también hubo cosas que la habían lastimado. Al final entendió que todo el enojo que tenía, siempre había sido un enojo hacia ella misma porque no supo cuidarse, darse voz y anteponerse a lo que sentía. Hace algún tiempo había escrito esta frase:
“Abandono: Y por primera vez no lloró por él. Por primera vez lloró por ella, por darse cuenta de cuánto se había abandonado.”
Eso había sido en 2019. Cuando empezó a poner mayor énfasis en cuidar de ella, de seguir lo que quería hacer, la relación terminó por irse al vacío.
Mudarse le había dado la oportunidad de vivir cosas que en otro lado no habría podido. Aunque admitía que habían sido momentos muy alejados de lo que ella esperaba. Muchas veces se sentía desconectada de su entorno, de la gente. Su tiempo ahí, le había enseñado que no podía tener control sobre la vida. Planeamos, tenemos ciertas metas, pero en la vida solo somos actores que reaccionan a lo que su dirección dicta.
También entendió que una relación no consistía en los años juntos, en tener una lista de planes, expectativas y “todos” por hacer. Ahora para ella una relación era lo que se vivía día a día, en la cotidianidad. En salir a caminar juntos, acurrucarse en el sofá a ver una serie, en cocinar, en abrazarse, en tener rutina de los lunes, en entender la mirada de la otra persona, en estar.
Hola. De pronto, alguien le dijo al oído. E. había regresado de su caminata y se sentó junto a ella. Su presencia la regresaba al momento.
Qué opinas del jardín botánico, ¿nos sentimos con ganas de ir?, le preguntó E. A M. le provocaba ternura cuando E. preguntaba así en afán de descubrir su ánimo por las cosas. Qué tenemos ganas de cenar, nos sentímos con ganas de esto o aquello, era tierno. Mmm… no sé, no lo estoy sintiendo. ¿Quizá podemos buscar una playa por el aeropuerto antes de irnos?, preguntó M. Sí, puede ser en Machico, contestó él.
Ese viaje había sido como un respiro del cansancio mental que M. había tenido. Lo que espera en Berlín era incierto.
M