Mabú
Mabú siempre fue incansable. Corría de un lado a otro de la casa. Daba vueltas alrededor de la terraza y del jacuzzi, “uuuna, doos, treees,...” contábamos con cada vuelta concretada. Ladraba al oído cuando iba en el coche y se entretenía molestando a unos zopilotes que se acercaban a la casa. También era un perro territorial. Por mucho tiempo cohibió a Lola y en más de una ocasión nos entrometimos en sus mordidas.
Su energía fue disminuyendo poco a poco, como la de cualquier ser que enfrenta el paso del tiempo. La última vez que la vi, me despedí de ella con la incómoda idea de que podría ser la última vez que la abrazaría, la acariciaría y besaría. Me quedé a su lado un momento. Me miró con unos ojitos decaídos. Esos que se le habían posado desde hace un tiempo ya, poco después de irme de casa. “Tú ya puedes estar tranquila” pensé, “has dado mucho amor y compañía a esta familia”.
Mabú era la sombra de mi mamá. Sigo pensando que no había ser al que Mabú amará más que a ella. Cuando mi mamá enfermó el año pasado, Mabú enfermó también. Cuando comenzaba su proceso de recuperación, Mabú se recuperaba junto a ella. Era como si Mabú decidiera poner su vitalidad a la orden, con tal de que mi mamá pudiera hacer mejor frente a todo. Mabú comenzó a perder fuerza. A veces ni siquiera podía ponerse en pie sola. En alguna terapia a la que mi hermana la llevó, le preguntaron si había habido alguna pérdida en la casa, "los perros pueden resentir las enfermedades y las pérdidas en la familia", le dijeron. Poco después entendimos que mi partida había sido una especie de pérdida para la casa.
Desde que me fui, mi familia ha pasado por un proceso de duelo. Un duelo que nos resistimos a ver. Siempre lo disfrazamos con la idea de que habrá un reencuentro en los meses venideros. Se ha vuelto inevitable regresar a casa y encontrarle nuevas canas a mi mamá, encontrar su ojos un poco más cansados. Es inevitable regresar y no encontrar a una hermana menor mimada, sino encontrar a una mujer independiente que puede tomar control de cualquier situación.
Era un día bonito. A pesar de ser verano, no han sido muchos los días donde se pueda gozar de buen clima. Ese día estaba en un lago con compañeros del trabajo. Todo pintaba a que sería un día tranquilo. “Que tengas un lindo día”, me deseó E. mientras nos despedíamos por la mañana.
Cuando recibes una llamada inusual, sabes que algo no va bien. “Mabú” dijo mi hermana. Bastó con escuchar su nombre para saber que ese perrito había partido. Ahora mismo no sé qué me ha tendido más triste, si no poder estar en momentos así con mi familia, o la idea de regresar a casa y sentir su ausencia. Hoy siento un hueco. Hay un vacío que me revuelve el estómago. Estoy frente a ese miedo, ese miedo a perder a los seres qué más amo estando lejos. “No hay nada que puedas hacer, incluso estando con ellas, es algo inevitable” me dice mi psicoterapeuta. “No hay nada que pueda hacer, incluso estando con ellas, es algo inevitable”, me repito.
Regresé a casa sin saber qué hacer. Me sentía sin ganas de ver ni hablar con nadie. Salí a caminar y después de un rato me quedé llorando en uno de los puentes que cruzan el canal. Sé que está tranquila, pero es raro saber que no volveré a verla. Mabú siempre sera parte de esa casa. Ella siempre estará cuidando de pájaros que acechan, estará acostada a un lado de mi mamá mientras ven la tele, estará dando vueltas en la terraza, alrededor del jacuzzi y en el jardín. “Una, dos, tres”, contaré cada que la piense.
M